Vivimos en un mundo que nos exige estar siempre atentos, siempre viendo, siempre reaccionando. Pero, ¿qué pasa cuando, a pesar de tener los ojos abiertos, no logramos ver con claridad? No hablamos de la vista física, sino de algo más profundo: la visión espiritual. Esa capacidad de percibir lo que Dios está haciendo, incluso cuando todo parece oscuro.
En nuestro caminar diario, hay momentos en los que sentimos que la niebla nos rodea. Las pruebas, las tentaciones, el dolor o la ansiedad pueden empañar nuestra percepción espiritual. Y es en esos momentos cuando necesitamos hacer una pausa… cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma.
El salmista David expresó esta necesidad con una oración que sigue resonando con fuerza: “Mira, respóndeme, oh Jehová Dios mío; alumbra mis ojos… Mas yo en tu misericordia he confiado; mi corazón se alegrará en tu salvación” (Salmo 13:3,5).
David no pedía simplemente una solución a sus problemas. No rogaba por una salida rápida. Lo que anhelaba era visión. Quería ver con claridad lo que Dios estaba haciendo en medio de su situación. Quería que sus ojos fueran alumbrados para no perderse en la oscuridad de la duda o el temor.
La palabra hebrea que se traduce como “alumbra” es or, que significa “dar luz, encender, iluminar”. No se trata de una linterna física, sino de una luz interior. Una revelación divina que nos permite ver desde la perspectiva de Dios.
Cuando David clamaba por luz, pedía discernimiento. Pedía que el Espíritu de Dios le mostrara la verdad más allá de las apariencias. Y eso es exactamente lo que tú y yo necesitamos cuando las circunstancias nos abruman.
Puede que nuestros ojos físicos estén sanos, pero si nuestra visión espiritual está apagada, viviremos confundidos, ansiosos y sin rumbo. Nos sentiremos solos, aunque no lo estemos. Dudaremos del amor de Dios, aunque Él nunca haya dejado de amarnos.
En esos momentos, necesitamos al Oculista Divino. Aquel que no solo sana la vista, sino que abre los ojos del corazón. Que nos muestra que Él sigue reinando, que su voluntad es perfecta, y que incluso en medio de la tormenta, Él camina sobre las aguas y nos llama a confiar.
La pregunta que surge es inevitable: ¿cómo está tu visión espiritual hoy? ¿Estás viendo tus circunstancias desde el suelo… o desde el cielo?
Ver desde el suelo es ver con miedo, con desesperanza, con lógica humana. Ver desde el cielo es ver con fe, con esperanza, con la certeza de que Dios está obrando, aunque no lo entendamos todo.
David, aun en medio de su clamor, pudo declarar: “Mi corazón se alegrará en tu salvación”. Esa es la fe que ve más allá. La fe que no necesita pruebas para creer. La fe que se alegra antes de ver el milagro, porque confía en el carácter de Dios.
Hoy, te invito a hacer una pausa. A mirar a Jesús. A pedirle que alumbre tus ojos. Que te permita ver lo que Él ve. Que te muestre su mano obrando en medio de tus circunstancias.
Toma tiempo en su presencia. Escucha su voz. Deja que su luz disipe la niebla de tus pensamientos y emociones. Porque cuando lo haces, tu alma encuentra descanso, y tu corazón puede alegrarse en su salvación.
La fe no es cerrar los ojos y fingir que todo está bien. Es abrirlos a una realidad más grande. La realidad de un Dios que ve más allá, que reina, y que nunca deja de obrar.
Así que, si hoy sientes que tu visión espiritual está nublada, haz tuya la oración de David: “Alumbra mis ojos”. Porque cuando Dios enciende su luz en ti, todo cobra sentido. Y aunque el camino siga siendo incierto, sabrás que no estás solo… y que la victoria ya está en camino.
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