Hay historias que no necesitan argumentos ni explicaciones complejas. Historias que nacen de un encuentro y se convierten en testimonio. Este es el caso de un hombre que nunca había visto nada… hasta que se encontró con Jesús. Y cuando le pidieron explicaciones, solo dijo una frase que ha atravesado siglos:
“Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.” (Juan 9:25)
El evangelio de Juan, capítulo 9, nos presenta a un hombre ciego de nacimiento. Su vida transcurría en la oscuridad, sin colores, sin rostros, sin caminos. Era invisible para la sociedad, reducido a mendigar en las calles, sin esperanza de cambio.
Hasta que un día, Jesús lo vio. No solo lo miró… lo tocó, lo sanó. Con barro en los ojos y una orden sencilla —“Ve a lavarte en el estanque de Siloé”—, el milagro ocurrió. La luz entró en sus ojos y en su alma. Su vida cambió para siempre.
Pero lo que para él fue motivo de alabanza, para otros fue motivo de sospecha. Los fariseos, los líderes religiosos de la época, no querían aceptar que Jesús era el Mesías. Si no creían en Él, tampoco podían aceptar sus milagros. Todo lo que hacía debía ser cuestionado, puesto bajo escrutinio.
Presionaron al ciego. Lo interrogaron, buscaron inconsistencias, intentaron desacreditar a Jesús a través de su testimonio. Incluso llamaron a sus padres, quienes, por temor, evitaron comprometerse. Pero el hombre estaba allí, con los ojos bien abiertos, relatando lo que había vivido. Y cuando los eruditos concluyeron que Jesús era un pecador, él respondió con una convicción que nadie pudo refutar:
“Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.”
No necesitaba defender a Jesús con teología. No necesitaba convencer a nadie. Su vida hablaba por sí sola. Negar esa realidad habría sido el verdadero fraude.
Así es también nuestra fe. Podemos pasar años buscando argumentos, evidencias, razonamientos. Pero la fe no nace de la lógica… nace del encuentro. Los fariseos tenían frente a ellos al hombre que había recuperado la vista. Y aún así, no querían aceptar la verdad.
Hoy, muchos siguen pidiendo razones de nuestra fe. Y no debemos callar. Porque hay cosas que sabemos, no por haberlas estudiado, sino por haberlas vivido.
La fe auténtica no se basa en fórmulas ni en discursos elaborados. Se basa en una transformación interior que se refleja en lo exterior. En una certeza que no depende de la aprobación de otros. En una experiencia que marca un antes y un después.
¿Jesús te ha abierto los ojos a su realidad? ¿Has experimentado transformaciones en tu carácter, en tu conducta, en tu familia? ¿Puedes dar testimonio de alguna intervención del Señor en tu vida?
Jesús actúa constantemente. En lo cotidiano, en lo profundo, en lo invisible. Tal vez debamos prestar más atención… para no pasar nada por alto.
La vida cristiana no es una teoría, es una vivencia. Y cuando alguien nos pide razones de nuestra esperanza, podemos responder con la misma convicción del hombre sanado:
“Una cosa sé…”
Sé que Jesús me encontró cuando estaba perdido. Sé que me levantó cuando no tenía fuerzas. Sé que me dio paz en medio del caos. Sé que me mostró un amor que no merecía. Sé que ahora veo con claridad lo que antes no entendía.
El testimonio personal tiene una fuerza que ningún argumento puede igualar. Es la evidencia viva de que Dios sigue obrando. Y cada uno de nosotros tiene una historia que contar. No importa cuán sencilla o compleja sea. Si Jesús ha tocado tu vida, tienes algo que decir.
No se trata de convencer al mundo con palabras sofisticadas. Se trata de mostrar con nuestra vida que hemos sido transformados. Que lo que sabemos… lo sabemos porque lo hemos vivido.
Jesús es real. Cambia vidas. Hace milagros. Y es el único camino para alcanzar salvación.
Lo sabemos… Porque antes éramos ciegos. Pero ahora… vemos claramente.
Y eso… nadie nos lo puede quitar.
MIRA NUESTRA ACTIVIDAD EN LAS REDES SOCIALES