En la vida cristiana, hay momentos en los que la obediencia a Dios nos exige decisiones radicales. No siempre son cómodas. No siempre son populares. Pero son necesarias. Este es el caso del rey Asa, cuya historia nos confronta con una pregunta profunda: ¿A quién obedecemos cuando lo que amamos entra en conflicto con lo que Dios nos pide?
La Biblia nos relata en 1 Reyes 15:13 que Asa “privó a su madre Maaca de ser reina madre porque había hecho un ídolo de Asera. Además deshizo Asa el ídolo de su madre, y lo quemó junto al torrente de Cedrón.” Esta acción no fue simplemente política. Fue espiritual. Fue moral. Fue una declaración de fidelidad incondicional a Dios.
Asa heredó un reino marcado por la idolatría y la corrupción. Su padre, Abiam, había caminado en desobediencia, y su madre Maaca promovía cultos paganos que degradaban la dignidad humana. Asa se enfrentó a una encrucijada: proteger su linaje y reputación… o honrar a Dios.
En muchas culturas hispanas, la figura materna es reverenciada. Se obedece por amor, por respeto, por costumbre. Pero Asa comprendió que la obediencia a Dios no admite condiciones. No se negocia. No se posterga. Por eso actuó con firmeza: destruyó el ídolo, lo quemó públicamente en el torrente de Cedrón —lugar simbólico de purificación— y retiró a su madre del cargo real.
No lo hizo por odio. Lo hizo por fidelidad. Porque su responsabilidad era clara: él, su familia y su pueblo debían rendir adoración solo al Señor.
El apóstol Pedro lo expresó con claridad cuando fue intimidado por el concilio: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (Hechos 5:29). Esta verdad sigue vigente. Hoy, cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿Los consejos que hemos recibido desde niños están alineados con la Palabra de Dios? ¿Nos edifican? ¿Traen gloria al Señor?
Obedecer a Dios puede implicar romper con tradiciones, costumbres, incluso con vínculos que amamos. Pero esa obediencia transforma. Purifica. Libera.
El salmista lo dijo con ternura: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío.” (Salmo 19:14). Porque obedecer a Dios no es solo un acto de fe. Es una declaración de amor. Una entrega total. Una decisión que define quién somos… y a quién pertenecemos.
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