“Pasados cuarenta años, un ángel se le apareció en el desierto del monte Sinaí, en la llama de fuego de una zarza. Entonces Moisés, mirando, se maravilló de la visión; y acercándose para observar, vino a él la voz del Señor.” — Hechos 7:30-31
La historia de Moisés es una de las más poderosas en toda la Biblia. No solo por los milagros que presenció o por haber sido el líder que guió a Israel hacia la libertad, sino por el proceso profundo de transformación que vivió antes de cumplir su llamado. Un proceso que, como veremos, incluyó etapas que a simple vista parecían innecesarias… pero que eran absolutamente esenciales.
Moisés pasó los primeros cuarenta años de su vida en el palacio del faraón. Fue criado como un príncipe egipcio, rodeado de lujos, comodidades y privilegios. Tenía acceso a la mejor educación, alimentación, medicina y cultura. Desde la perspectiva humana, su vida era envidiable. ¿Quién no querría vivir así?
Sin embargo, para Dios, esa etapa era solo el comienzo. Una base, sí, pero no el destino final. Porque el propósito que Dios tenía para Moisés no se podía cumplir desde un trono egipcio. Requería algo más profundo, más transformador… y mucho menos cómodo.
Después de un giro inesperado en su vida, Moisés huyó al desierto. Allí pasó otros cuarenta años, esta vez no como príncipe, sino como pastor. Lejos del bullicio del palacio, rodeado de silencio, soledad y arena, Moisés vivió lo que muchos considerarían una pérdida de tiempo.
Pero no para Dios.
En ese entorno aparentemente estéril, Moisés fue moldeado. Aprendió a someter su orgullo, a controlar su carácter impulsivo, a tener paciencia, a cuidar a otros, a valorar la familia, y sobre todo, a depender completamente del Señor. El desierto no fue un castigo, sino un taller divino. Un lugar donde su corazón fue preparado para algo mucho más grande.
Y entonces, cuando el proceso estuvo completo, cuando Moisés estuvo listo, ocurrió lo inesperado: una zarza ardía sin consumirse, y desde ella, Dios le habló. Era el momento de comenzar la etapa más desafiante, pero también la más gloriosa de su vida: liberar al pueblo de Israel y conducirlo hacia la tierra prometida.
Todo lo vivido antes —el palacio y el desierto— había sido necesario. Cada etapa tenía un propósito. Nada fue en vano.
Tal vez hoy tú también estás atravesando un desierto. Un tiempo de espera, de silencio, de incertidumbre. Y te preguntas: “¿Por qué, Señor? ¿Por qué permites esto?”
La respuesta no siempre llega de inmediato, pero hay una verdad que puedes abrazar: Dios está trabajando en ti. Está formando tu carácter, afinando tu fe, preparándote para lo que viene. El desierto no es el final del camino, es parte del proceso.
No apresures el proceso. No huyas del desierto. No te saltees ninguna etapa. Porque aunque ahora no lo entiendas, llegará el día en que verás tu propia zarza ardiendo. Y entonces, sabrás que todo valió la pena.
Confía. Permite que Dios siga obrando en tu corazón. Porque los desiertos también son parte del camino hacia la promesa.
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