En la vida espiritual, hay momentos en los que sentimos que todo se detiene. Oramos, buscamos, esperamos… pero el cielo parece guardar silencio. Es en esos momentos de aparente quietud que muchos creyentes enfrentan una batalla invisible: el letargo espiritual. Ese estado de adormecimiento del alma, donde la fe se enfría, la esperanza se debilita y la conexión con Dios parece desvanecerse.
Este artículo es una invitación a despertar. A mantenernos firmes, atentos y perseverantes en medio de la espera. Porque aunque no lo veamos, Dios está obrando. Y su respuesta, como veremos en la historia de Abram, puede llegar en el momento más inesperado.
En Génesis 15, encontramos a Abram en un punto crucial de su caminar con Dios. El Señor le había prometido una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Pero los años pasaban, y la promesa aún no se cumplía. Entonces, Dios le pidió que preparara un sacrificio y esperara en su presencia.
Abram obedeció. Preparó el altar, los animales, y se dispuso a esperar. Pero no hubo voz, ni señal, ni respuesta inmediata. Solo el tiempo… y la espera.
La Escritura dice que “un profundo sueño cayó sobre Abram” (Génesis 15:12). La palabra hebrea usada aquí es tardemá, que significa “letargo, entorpecimiento”. No era simplemente cansancio físico. Era una especie de desconexión espiritual, una vulnerabilidad que lo dejó expuesto, solo, en medio de la oscuridad.
¿Te suena familiar?
Muchos creyentes han experimentado este tipo de letargo. Comenzamos con fervor, con pasión, buscando a Dios con sinceridad. Pero al no ver respuestas inmediatas, el cansancio nos vence. No solo físico, sino emocional y espiritual.
Nos adormecemos. Nos distraemos. Nos desconectamos.
La rutina, la impaciencia, las preocupaciones diarias… todo contribuye a ese estado de entorpecimiento del alma. Y como Abram, podemos sentir temor. Sentirnos solos, vulnerables, sin dirección.
Pero justo en ese momento, Dios interviene.
En medio del sueño de Abram, Dios le dio una revelación profunda: lo que ocurriría con su descendencia durante los próximos cuatrocientos años. Y allí mismo, en ese estado de vulnerabilidad, Dios hizo un pacto con él.
Le prometió no solo una descendencia gloriosa, sino también el territorio que le daría por haberle creído.
¡Qué momento tan poderoso!
Dios no esperó a que Abram estuviera fuerte, despierto o lleno de fe. Lo visitó en su debilidad. En su letargo. En su oscuridad.
Y eso nos enseña algo fundamental: Dios no necesita que estemos perfectos para cumplir sus promesas. Solo necesita que estemos presentes. Que no nos alejemos. Que permanezcamos.
El Salmo 40:1 dice: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí y oyó mi clamor.”
David entendía que la espera no es pasiva. Es activa. Es una postura del corazón que se mantiene firme, aun cuando no hay señales visibles.
Esperar despiertos significa:
Seguir orando, aunque no sintamos nada.
Seguir leyendo la Palabra, aunque parezca que no hay revelación.
Seguir congregándonos, aunque estemos cansados.
Seguir creyendo, aunque todo parezca en contra.
Porque en el momento menos esperado, Dios se inclina. Dios oye. Dios responde.
Si estás atravesando una temporada de silencio, de espera, de cansancio espiritual… este mensaje es para ti.
No te duermas. No te desconectes. No abandones el altar.
Dios ha oído tu clamor. Y la respuesta está en camino.
Como Abram, puede que no veas nada aún. Puede que el cielo esté en silencio. Pero en ese mismo lugar de espera, Dios está preparando algo eterno. Un pacto. Una promesa. Una revelación.
Hoy, te invito a renovar tu compromiso con la presencia de Dios. A mantenerte despierto en la fe, atento a su voz, firme en la espera.
Porque el Señor no se ha olvidado de ti. Él está obrando, aun cuando no lo veas. Y cuando menos lo esperes, se manifestará con poder.
Así que no te duermas. Despierta tu alma. Levanta tu voz. Y espera con esperanza.
Tu encuentro con Dios está más cerca de lo que imaginas.
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