En la historia bíblica encontramos personajes que nos sorprenden por su maldad… y aún más por la misericordia que reciben. Uno de ellos es el rey Manasés, quien reinó en Judá durante 55 años, el período más largo registrado en la historia de los reyes de Israel. Pero también fue, según las Escrituras, el más pecador.
Manasés promovió la idolatría, ignoró las advertencias de los profetas, y llenó Jerusalén de injusticia. Su reinado fue una ofensa prolongada al Dios de sus padres. Y sin embargo… Dios no lo destruyó. No lo reemplazó por otro más justo. ¿Por qué?
La respuesta revela el corazón de Dios: Su paciencia no es indiferencia… es oportunidad. Dios le habló, le envió mensajeros, le dio tiempo. Pero Manasés no escuchó. Hasta que fue llevado cautivo por los asirios. Humillado, quebrado y solo, finalmente oró a Jehová su Dios. Se humilló profundamente. Y Dios lo oyó.
Dios lo restauró. Lo devolvió a Jerusalén. Le permitió corregir lo que había destruido. Y Manasés reconoció que Jehová era Dios. Una historia que nos recuerda que la misericordia divina es más grande que nuestro juicio humano. Mientras nosotros hubiéramos condenado sin apelación, Dios esperaba con compasión.
Hoy, esa misma misericordia sigue activa. Tal vez te preguntas por qué Dios no ha venido aún. Por qué esa persona que te hiere sigue viva y aparentemente feliz. Por qué los que se burlan de tu fe siguen prosperando.
“El Señor no retarda su promesa… sino que es paciente, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.” — 2 Pedro 3:9
Dios está esperando. No para castigar… sino para salvar.
Así que la próxima vez que veas a alguien que parece lejos de Dios… Recuerda a Manasés. Y ora por él. Porque el propósito de su espera… puede ser su salvación.
Cada día es una oportunidad para volver… y para ser restaurado por el Dios que no se rinde.
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