En un mundo marcado por la inconstancia, el abandono y la fragilidad de los vínculos humanos, hay una verdad que permanece firme como una roca: el amor de Dios es inalterable. No se apaga con el tiempo, no se retira ante la traición, no se rinde frente a la indiferencia. Es un amor que arde con ternura, que se conmueve con misericordia, que actúa con fidelidad.
Este amor no es una idea abstracta ni una emoción pasajera. Es una realidad viva, encarnada en la historia de la humanidad y revelada de manera conmovedora en las páginas de la Escritura. Uno de los pasajes más profundos que nos permite contemplar esta compasión divina se encuentra en el libro del profeta Oseas, capítulo 11.
El contexto de Oseas es doloroso. Israel, el pueblo escogido por Dios, se había sumido en la idolatría, la corrupción y la indiferencia espiritual. A pesar de haber recibido cuidado, dirección y amor, el pueblo se alejó. Si tuviéramos que resumir su actitud en una palabra, sería: rebeldía.
Pero lo que sorprende no es la rebeldía del pueblo, sino la respuesta de Dios. En lugar de castigo inmediato, encontramos una revelación íntima del corazón divino. Dios se presenta como un Padre que recuerda cada gesto de ternura:
“Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí” (Oseas 11:2) “Yo les enseñaba a andar, tomándolos de los brazos… puse delante de ellos la comida” (Oseas 11:3–4)
Estas palabras no son solo poéticas. Son profundamente personales. Dios no habla como un juez distante, sino como un padre herido por el rechazo de sus hijos. La imagen es conmovedora: un padre que enseña a caminar, que alimenta, que cuida… y que, a pesar del desprecio, no deja de amar.
La expresión “se inflama toda mi compasión” (Oseas 11:8) es clave. La palabra hebrea kamár implica una conmoción interna, un fuego emocional que arde en lo profundo del ser. No es un amor frío ni mecánico. Es un amor que sufre, que espera, que actúa.
Este pasaje nos revela algo esencial: la compasión de Dios no depende de nuestra perfección, sino de su carácter. Él no ama porque lo merezcamos. Ama porque Él es amor (1 Juan 4:8).
Incluso cuando nos alejamos, Él nos llama. Cuando caemos, Él nos sostiene. Cuando dudamos, Él nos recuerda su fidelidad. Cuando tenemos hambre de sentido, Él pone alimento delante de nosotros: su Palabra, su presencia, su consuelo.
Este amor no quedó confinado al Antiguo Testamento. Se hizo carne en Jesucristo. En Él, la compasión divina se volvió visible, tangible, abrazable. Jesús lloró por Jerusalén, tocó al leproso, perdonó al traidor, restauró al caído. Su vida fue una manifestación constante de la compasión inalterable de Dios.
Ante un amor así, ¿cómo podríamos permanecer indiferentes?
La compasión de Dios nos invita a responder con:
Gratitud, reconociendo que todo lo que somos y tenemos proviene de su misericordia.
Alabanza, exaltando su fidelidad incluso en medio de nuestras luchas.
Entrega, rindiendo nuestras vidas como respuesta a su amor sacrificial.
Comunión, buscando su presencia no por obligación, sino por deseo profundo.
Tal vez hoy te sientas lejos. Tal vez has tropezado, has dudado, has callado tu fe. Pero hay una voz que sigue llamando. Hay unos brazos que siguen abiertos. Hay una compasión que sigue inflamada por ti.
Como dijo el apóstol Pablo:
“Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados… ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Romanos 8:38–39)
Hoy, vuelve a Él. No por miedo, no por culpa, no por obligación. Vuelve por amor. Porque su compasión sigue encendida. Porque su corazón sigue inflamado por ti. Porque su ternura no se ha agotado.
Dios no ha cambiado. Su amor sigue siendo el mismo. Y tú sigues siendo su hijo, su hija, su amado, su amada.
Que esta verdad te abrace hoy. Que te consuele. Que te inspire. Y que te lleve a vivir con la certeza de que, pase lo que pase, nunca estarás fuera del alcance de su compasión inalterable.
MIRA NUESTRA ACTIVIDAD EN LAS REDES SOCIALES