Una promesa que sostiene el alma
En un mundo marcado por la incertidumbre, la prisa y la constante búsqueda de seguridad material, hay palabras que resuenan con una fuerza especial. Palabras que no solo consuelan, sino que transforman. Una de ellas se encuentra en Hebreos 13:5-6:
“Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré. De manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre.”
Este pasaje, breve pero poderoso, encierra una de las promesas más reconfortantes de toda la Escritura: Dios nunca nos abandonará. No importa la estación de la vida, la magnitud del problema o la profundidad del dolor. Su presencia es constante, su fidelidad inquebrantable.
El texto comienza con una exhortación clara: vivir sin avaricia, contentos con lo que tenemos. En una sociedad que nos impulsa a acumular, competir y desear siempre más, esta invitación parece ir contra la corriente. Pero es precisamente en esa sencillez, en esa gratitud por lo que ya poseemos, donde se encuentra la verdadera libertad.
El deseo desmedido de cosas materiales, el afán de tener más sin compartir con otros, no refleja el corazón de un verdadero discípulo de Cristo. En cambio, quienes han conocido el amor de Dios viven agradecidos, sabiendo que cada bendición proviene de Él y que nada nos falta cuando Él está presente.
Lo que hace aún más impactante este pasaje es la forma en que está escrito en el original griego. Según el reconocido predicador Charles Spurgeon, la frase “No te desampararé, ni te dejaré” contiene cinco negaciones enfáticas. Es como si Dios dijera: “No, no te dejaré. Yo nunca, no, nunca te desampararé”.
Esta repetición no es un error gramatical, sino una declaración de amor inquebrantable. Dios quiere que no quede duda alguna: bajo ninguna circunstancia, en ningún momento, Él nos abandonará. Su presencia no depende de nuestro desempeño, ni de nuestras emociones, ni de las circunstancias externas. Es una promesa eterna.
El versículo continúa diciendo: “El Señor es mi ayudador”. Esta afirmación es profundamente alentadora, pero también nos recuerda una verdad importante: Dios ayuda, pero no reemplaza nuestra responsabilidad.
Él no hace todo por nosotros. Nos llama a actuar con diligencia, a vivir con fe, a tomar decisiones sabias, a alimentar nuestro espíritu y a poner en práctica Su Palabra. Cuando hacemos nuestra parte, Él interviene en lo que no podemos controlar, en lo que nos supera, en lo que requiere un milagro.
Dios no es un espectador pasivo ni un solucionador automático de problemas. Es un compañero fiel que camina con nosotros, que fortalece nuestras manos cansadas y que abre caminos donde no los hay.
Otra declaración poderosa del pasaje es: “No temeré lo que me pueda hacer el hombre”. Vivimos en una época donde la aprobación de los demás parece tener un peso desmedido. Las redes sociales, las expectativas familiares, las presiones laborales… todo parece empujarnos a vivir para agradar a otros.
Pero cuando nuestro enfoque está en Dios, cuando sabemos que Él está con nosotros, el miedo pierde su poder. Ya no vivimos para complacer a todos, sino para honrar al Señor. Y eso nos da una libertad que el mundo no puede ofrecer.
Tal vez hoy estás atravesando un momento difícil. Tal vez sientes que estás solo, que tus fuerzas se agotan, que las puertas se cierran. Pero hay una verdad que permanece: Dios nunca desampara a sus hijos.
Él es tu Ayudador. Puedes decirlo con confianza. Puedes vivir este día tomado de Su mano, sabiendo que Él está contigo, que te sostiene, que te guía. Haz tu parte con fe y deja que Dios se encargue de lo imposible.
Porque está claro: Él nunca —y cinco veces nunca— te dejará.
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