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La invitación de hoy es clara y urgente: mirar hacia lo alto, no para leer estrellas, sino para confiar en quien las puso allí.
En el segundo libro de Reyes, capítulo 23, versículo 5, encontramos una historia poderosa. El joven rey Josías, al descubrir los antiguos rollos de la ley en el templo, fue profundamente conmovido por la Palabra de Dios. No se limitó a sentir remordimiento: actuó con valentía.
Josías emprendió una reforma espiritual sin precedentes. Eliminó a los sacerdotes idólatras, derribó altares paganos y erradicó toda práctica relacionada con la astrología, la adivinación y la hechicería. Incluso apartó a quienes quemaban incienso al sol, a la luna y a los signos del zodíaco. ¿Por qué? Porque el pueblo había desviado su confianza hacia los astros, ignorando al Dios que los creó.
Este acto de purificación espiritual no solo restauró la fe del pueblo, sino que trajo paz, orden y bendición. Josías entendió que el verdadero poder no está en los astros, sino en el Creador del universo.
Hoy, siglos después, la historia se repite. En un mundo saturado de incertidumbre, millones de personas buscan orientación en el horóscopo, en cartas astrales, en rituales energéticos. Se aferran a lo que parece ofrecer control sobre lo desconocido. Pero ¿qué tan confiables son estas fuentes?
Un comunicador en Argentina compartió una anécdota reveladora: cuando el astrólogo de su medio faltaba, le pedían que escribiera el horóscopo del día. ¿Su método? Inventar lo que se le ocurría. A pesar de ello, miles de personas seguían sus palabras como si fueran verdad. Este ejemplo, aunque anecdótico, expone una realidad preocupante: la facilidad con la que se deposita fe en lo incierto, ignorando la fuente verdadera de sabiduría.
La astrología puede ofrecer consuelo superficial, pero no dirección eterna. Es una construcción humana, limitada y cambiante. En contraste, la Palabra de Dios permanece firme, inmutable, y profundamente relevante.
La Biblia no es solo un libro antiguo. Es una carta viva del Creador a sus hijos. En ella encontramos dirección, consuelo, advertencia y esperanza. Si necesitas saber qué hacer, cómo actuar, o hacia dónde ir, no hay mejor fuente que la Palabra de Dios.
El salmista David lo expresó con claridad en el Salmo 16:
“Tú, Señor, eres mi herencia; tú eres quien me sostiene. Siempre me aconsejas, y aun en las noches me enseña mi conciencia. Tú me enseñas el camino de la vida; con tu presencia me llenas de alegría.”
Este pasaje revela una verdad profunda: Dios no solo conoce nuestro camino, sino que lo acompaña. Él no es un observador distante, sino un guía cercano que desea lo mejor para nosotros. Su consejo no depende del azar, ni de la posición de los planetas, sino de su amor eterno y su sabiduría perfecta.
Confiar en Dios no significa ignorar los desafíos de la vida. Significa enfrentarlos con la certeza de que no estamos solos. Significa dejar de buscar respuestas en lo incierto y aferrarnos a lo eterno. Significa reconocer que nuestro futuro no está en manos del azar, sino en las manos de quien nos creó con propósito.
La fe no es pasiva. Es una decisión diaria. Es abrir la Biblia en lugar del horóscopo. Es orar en lugar de consultar energías. Es creer que Dios tiene un plan, incluso cuando no lo entendemos del todo.
Tal vez hoy te encuentres en un momento de confusión, de búsqueda, de necesidad. Tal vez has probado muchas fuentes, pero ninguna te ha dado paz. Hoy, Dios te invita a confiar en Él. No en los astros, no en los algoritmos, no en las supersticiones… sino en su Palabra viva.
Nuestro futuro está, y siempre ha estado, en las manos de Dios. Y esas manos no fallan.
 
												 
												 
												 
												 
												 
												 
												 
												 
												 
												
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