En un mundo donde todo parece estar en venta, donde los principios se diluyen y la verdad se adapta al gusto del consumidor, el apóstol Pablo nos deja una advertencia que resuena con fuerza y urgencia:
“Pues no somos como muchos, que medran falsificando la palabra de Dios, sino que con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo.” — 2 Corintios 2:17
Estas palabras, escritas hace casi dos mil años, no han perdido ni un ápice de relevancia. Al contrario, hoy más que nunca, necesitamos recordarlas, meditarlas y vivirlas.
El término “medrar” que utiliza Pablo proviene del griego kapēleuō, que hacía referencia a los comerciantes que vendían productos adulterados o de baja calidad para obtener ganancias deshonestas. No se trataba solo de estafadores evidentes, sino de personas que manipulaban lo valioso para su propio beneficio.
Pablo no está señalando únicamente a predicadores corruptos o líderes religiosos ambiciosos. Está hablando de cualquiera que haya recibido el evangelio… y lo haya modificado. Personas que, por diversas razones, han optado por suavizar, distorsionar o incluso ocultar partes del mensaje de Dios.
Algunos lo hacen por dinero. Otros, por aceptación social. Algunos más, para evitar burlas, conflictos familiares o perder oportunidades laborales.
Pero el resultado es el mismo: adulterar la verdad.
Pablo no usa eufemismos. Él habla de “falsificar”, como quien hace una copia burda de una obra original. Una imitación sin valor. Porque cuando se modifica la Palabra para agradar al mundo, se pierde su esencia, su poder, su pureza.
La Palabra de Dios no es un producto de mercado. No se adapta a las tendencias. No se maquilla para ser más “aceptable”. No se negocia para evitar el rechazo.
En contraste con los falsificadores, Pablo habla de quienes predican “con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios”. Esta sinceridad no es simplemente honestidad superficial. Es integridad profunda. Es hablar con la conciencia de que se representa al Creador, y que cada palabra dicha será rendida ante Él.
Es predicar con temor reverente, con amor genuino, con fidelidad absoluta.
Vivimos en una cultura que relativiza todo. Donde la verdad es vista como algo subjetivo, moldeable, negociable. Donde se presiona a los creyentes a callar, a suavizar su mensaje, a “modernizar” su fe.
Pero el evangelio no necesita ser actualizado. Necesita ser vivido.
Ser luz del mundo no es brillar por conveniencia. Es iluminar con verdad, aunque incomode. Ser sal de la tierra no es endulzar el mensaje. Es preservar lo que Dios ha dicho, sin mezcla, sin falsificación.
La Palabra de Dios no necesita maquillaje. No necesita ser suavizada ni adaptada. Necesita ser proclamada con amor, pero también con convicción. Con ternura, pero también con firmeza.
Hoy, tú y yo estamos llamados a hablar en Cristo. No como comerciantes de bagatelas espirituales… Sino como mensajeros del Reino.
Llegará el día en que daremos cuenta de nuestras palabras. De cómo predicamos, de cómo enseñamos, de cómo vivimos lo que creímos.
Y que ese día podamos decir con humildad y firmeza:
“No negocié la verdad. La viví. La compartí. La defendí… con sinceridad, como de parte de Dios.”
MIRA NUESTRA ACTIVIDAD EN LAS REDES SOCIALES