Vivimos en un mundo donde las relaciones humanas, por más profundas o sagradas que parezcan, no siempre son garantía de amor, cuidado o permanencia. Padres que abandonan, madres que se ausentan, familias que se rompen. Y en medio de ese dolor, surge una promesa que trasciende toda herida: Dios nunca nos abandona.
El Salmo 27:10 nos ofrece una de las declaraciones más conmovedoras de las Escrituras: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová me recogerá.”
Estas palabras no son una simple metáfora poética. Son una confesión de fe nacida en la experiencia del rechazo y la soledad. David, el autor de este salmo, conocía el abandono. Fue ignorado por su propia familia cuando el profeta Samuel fue a ungir al futuro rey de Israel. Mientras sus hermanos eran presentados uno a uno, él fue dejado atrás, pastoreando ovejas. Sin embargo, fue precisamente a él a quien Dios eligió.
David entendía que, aunque las figuras humanas más importantes pueden fallar, el amor de Dios permanece firme, constante y fiel.
La palabra hebrea que se traduce como “dejar” en este versículo es azáb, y su significado es profundo y doloroso: soltar, renunciar, abandonar, desamparar, desechar. Describe no solo una ausencia física, sino una herida emocional, una ruptura del vínculo que debería ser fuente de seguridad y afecto.
Cuántos hijos han crecido con esa marca: la del abandono. No siempre se trata de un abandono físico. A veces es emocional, silencioso, invisible. Padres presentes en cuerpo, pero ausentes en alma. Madres que, por sus propias heridas, no supieron cómo amar. Familias rotas por el dolor, la indiferencia o la violencia.
Y sin embargo, en medio de ese panorama sombrío, la Biblia nos ofrece una esperanza luminosa.
La palabra hebrea para “recogerá” es asaf, y su significado es tan hermoso como sanador: reunir, acoger, sanar, tomar, traer, unir. Es la imagen de un Dios que no solo ve nuestro dolor, sino que actúa para restaurarnos. No se limita a consolarnos desde lejos. Él se acerca, nos toma en sus brazos, nos limpia las lágrimas y nos da un nuevo comienzo.
Este no es un consuelo superficial. Es una transformación profunda. Dios no solo llena el vacío que otros dejaron. Él reconstruye lo que fue destruido, sana lo que fue herido y da sentido a lo que parecía perdido.
Quizás tú, que estás leyendo estas líneas, llevas heridas que aún no han sanado. Tal vez creciste esperando un abrazo que nunca llegó, una palabra de afirmación que nunca escuchaste, una presencia que siempre estuvo ausente. Y esas ausencias han dejado huellas: inseguridad, miedo, tristeza, enojo.
Pero hoy quiero decirte algo con todo el amor y la verdad que este mensaje puede contener: Dios no te ha olvidado. Él conoce cada lágrima que has derramado en silencio. Cada noche en la que te sentiste solo. Cada vez que te preguntaste por qué no fuiste suficiente para que te amaran.
Y su respuesta no es solo compasión. Es acción. Él te recoge. Te sana. Te restaura.
Nuestra relación con Jesús no es simplemente un sustituto emocional para lo que nos faltó. No es un parche para cubrir heridas. Él es la Vida misma. Es todo lo que necesitamos, desde hoy y hasta la eternidad. Sin Él, nada somos. Con Él, lo tenemos todo.
Jesús no viene a ocupar el lugar de un padre o una madre ausente. Viene a revelarnos una identidad nueva, una pertenencia eterna, un amor que no depende de lo que hicimos o dejamos de hacer. En Él somos hijos amados, aceptados, completos.
En los momentos de mayor soledad, cuando el ruido del mundo se apaga y solo queda el eco de nuestras preguntas, si afinamos el oído del alma, podemos escuchar una voz que nos susurra con ternura y firmeza:
“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida.” — Isaías 49:15-16a
Estas palabras no son una promesa vacía. Son una declaración eterna. Dios no solo te recuerda. Te lleva grabado en sus manos. Cada vez que extiende su brazo para actuar, allí estás tú. No eres un número, ni una estadística, ni una historia olvidada. Eres su hijo. Su hija. Su tesoro.
Hoy, te invito a dar un paso de fe. A dejar de mirar hacia atrás con tristeza, y empezar a mirar hacia arriba con esperanza. A soltar el peso del abandono, y abrazar la certeza del amor de Dios. A permitir que Él te recoja, te abrace, te restaure.
Porque no importa quién te soltó. Dios jamás lo hará.
MIRA NUESTRA ACTIVIDAD EN LAS REDES SOCIALES