En el Evangelio de Marcos, capítulo 6, versículos 5 y 6, leemos una afirmación que puede resultar desconcertante: “Y no pudo hacer allí ningún milagro, salvo que sanó a unos pocos enfermos, poniendo sobre ellos las manos. Y estaba asombrado de la incredulidad de ellos.”
¿Cómo es posible que Jesús, el Hijo de Dios, no pudiera hacer milagros? ¿Qué fuerza tan poderosa pudo limitar al Todopoderoso? La respuesta es tan simple como profunda: la incredulidad.
Jesús regresó a Nazaret, el pueblo donde había crecido. Caminó por calles conocidas, saludó a rostros familiares, pero el ambiente era frío. El viejo panadero evitó su mirada. El pescadero apenas respondió su saludo. Sus amigos de infancia ni siquiera se acercaron. El ambiente estaba cargado de escepticismo.
La gente no podía aceptar que aquel joven que conocieron como carpintero fuera el Mesías. “¿Jesús? ¿El hijo de María? ¿El hermano de Jacobo y de Judas?” No podían ver más allá de lo cotidiano. Su familiaridad con Jesús les impidió reconocer su divinidad.
El texto bíblico no dice que Jesús no quiso hacer milagros, sino que no pudo. No por falta de poder, sino porque la incredulidad cerró la puerta. Jesús no impone su poder. Él actúa donde hay fe, donde hay corazones abiertos a creer.
Este momento es uno de los pocos en los que vemos a Jesús “asombrado”. No por la fe de alguien, como ocurrió con el centurión romano, sino por la falta de ella. La incredulidad de su propio pueblo lo dejó sin espacio para obrar.
Es fácil señalar a los habitantes de Nazaret, pero ¿cuánto nos parecemos a ellos? Decimos creer en Dios. Creemos que abrió el Mar Rojo, que multiplicó los panes, que resucitó muertos. Pero cuando se trata de confiar en Jesús en nuestras propias luchas, en nuestras crisis, en nuestras decisiones… dudamos.
Cuestionamos su poder, sus planes, su amor. Nos cuesta creer que Él pueda intervenir en nuestras vidas de manera personal. Y así, como en Nazaret, nuestra incredulidad puede frenar lo que Dios quiere hacer en nosotros.
La fe no es un sentimiento mágico ni una emoción intensa. No se trata de tener una fe enorme, sino de confiar en un Dios que sí lo es. Como dice Hebreos 11:6: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”
Jesús no busca perfección, busca fe. Una fe sencilla, como la de un niño. Una fe que dice: “No entiendo todo, pero confío en Ti”.
Hoy, Jesús sigue caminando por nuestras calles. Nos mira, nos llama, quiere obrar. Pero también hoy, como ayer, su poder espera una sola cosa: que creamos.
No pongas límites a lo que Dios puede hacer. No dejes que la costumbre, el miedo o la lógica humana te impidan ver al Salvador en medio de tu vida.
Tú solo cree. Los milagros… déjaselos a Él.
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