En medio del ruido cotidiano, de las prisas y las voces que nos rodean, hay un llamado suave que muchas veces pasa desapercibido. Es la voz de alguien que no te ve como parte de una multitud, sino como un alma única, con nombre, historia y heridas. Ese alguien es Jesús.
A veces, lo único que necesitamos es detenernos. Apagar el ruido exterior. Silenciar el alma. Porque en ese espacio de quietud, algo profundo puede suceder: podemos escuchar.
En el Evangelio de Lucas, capítulo 6, versículos 17 al 19, se nos presenta una escena conmovedora:
“Jesús descendió con ellos y se detuvo en un lugar llano. Estaban allí muchos de sus discípulos, y una gran multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón, que habían venido para oírle y ser sanados de sus enfermedades.”
Multitudes lo seguían. Personas de diferentes regiones, culturas y contextos. Todos con una necesidad. Todos con una esperanza. Todos buscando algo que el mundo no podía darles.
Lo que realmente conmueve no es la cantidad de personas que rodeaban a Jesús, sino la forma en que Él se ocupaba de cada una. Jesús no enviaba sanidad a regiones enteras desde la distancia. Él miraba a los ojos. Tocaba. Hablaba directamente al corazón.
Cada historia en los Evangelios revela un contacto personal. La mujer sirofenicia, el centurión romano, el ciego Bartimeo, la mujer del flujo de sangre… Jesús no era un sanador masivo. Era —y sigue siendo— un Salvador íntimo, cercano, humano.
Jesús conoce tus anhelos más profundos, tus luchas silenciosas, tus fortalezas ocultas. Y cuando te caes, no te señala… te levanta. Te venda. Te llama por tu nombre.
No eres invisible para Él. No eres un número. Eres alguien por quien Él se detuvo. Alguien por quien Él se entregó.
Pero hay algo que no podemos ignorar: Jesús no iba casa por casa rogando que lo escucharan. Él respondía a los que se acercaban, a los que abrían la puerta.
¿Cuántas veces lo hemos dejado con palabras en la boca? ¿Cuántas bendiciones se quedaron en sus manos porque estábamos demasiado ocupados, distraídos o indiferentes?
Ser parte de la multitud no basta. Jesús quiere atenderte personalmente. Quiere cenar contigo. No en un evento masivo, sino en la intimidad de tu alma.
Hoy, Él sigue llamando. No con gritos, sino con ternura. Como dice Apocalipsis 3:20:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.”
No es una cita cualquiera. Es una invitación a una cena ininterrumpida con el Rey. Una conversación que sana, que guía, que transforma.
Ajusta tus oídos espirituales. Porque si prestas atención… vas a escuchar tu nombre. Y créeme, no querrás perderte esa cena.
Jesús no busca multitudes. Busca corazones. Busca el tuyo.
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