En la vida, todos enfrentamos momentos de prueba: vientos fuertes, calor abrasador, temporadas de sequía espiritual. La pregunta es inevitable: ¿dónde estás plantado? ¿Tus raíces son profundas o superficiales? ¿Resistes las tormentas o te dejas llevar por ellas?
La Palabra de Dios nos ofrece una imagen poderosa y esperanzadora: la de un árbol plantado junto a las aguas. Un árbol que no teme al calor ni a la sequía, porque sus raíces están bien nutridas. Así es el que confía en el Señor.
“Bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto.”
Este pasaje nos habla de estabilidad, de vida, de resistencia. Nos recuerda que la confianza en Dios no es solo un acto de fe, sino una fuente constante de nutrición espiritual. El árbol no depende del clima, sino de su conexión con la fuente de agua. Así también, el creyente que confía en Dios no depende de las circunstancias, sino de su relación con el Señor.
Los expertos en árboles lo saben bien: no se puede plantar en cualquier parte. Un terreno seco, con poca agua o con suelos duros como la piedra caliza, impide que las raíces se profundicen. Y sin raíces profundas, el árbol no resiste. El viento lo tumba. El sol lo quema. La sequía lo marchita.
Pero si el árbol se planta junto a una corriente de agua, en tierra fértil, sus raíces se extienden, se afirman, se fortalecen. Ese árbol no solo sobrevive… florece. Así también es el creyente que deposita su confianza en Dios. Su vida espiritual se nutre de la Palabra, del amor y de la fidelidad divina. Y aunque vengan tiempos difíciles —porque vendrán—, no será movido. Su hoja seguirá verde. Su fruto seguirá brotando.
Los árboles más altos y longevos no crecen solos. Están rodeados de otros árboles. Se protegen entre sí, se sostienen, comparten nutrientes a través de sus raíces. Los más fuertes cuidan a los más débiles.
¡Qué enseñanza tan hermosa para nosotros como cristianos! No fuimos creados para vivir aislados. Crecemos más fuertes, más sanos, más firmes… cuando estamos juntos. Cuando compartimos la fe, cuando nos congregamos, cuando nos edificamos unos a otros. La Iglesia es ese bosque donde cada árbol encuentra su lugar, su propósito, su protección.
Jeremías también nos advierte sobre el peligro de confiar en el hombre y no en Dios:
“Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone su carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien…” (Jeremías 17:5-6)
¿Has visto esas plantas secas que el viento arrastra sin rumbo? Giran y giran, sin raíces, sin dirección, sin propósito. Así es el que vive sin Dios: autosuficiente, desconectado, vulnerable. Una vida sin raíces espirituales es una vida expuesta, frágil, sin rumbo.
Dios no quiere que vivamos así. Él anhela que seamos árboles firmes, sanos, llenos de vida. Que echemos raíces profundas en Él. Que nos alimentemos cada día con oración, con su Palabra, con la comunión de los santos, con el servicio a los demás. Porque cuando llega la prueba —y siempre llega—, solo los que están bien plantados permanecen de pie.
Hoy, más que nunca, necesitamos raíces profundas. No basta con una fe superficial. No basta con depender de las lluvias esporádicas de la emoción o la motivación. Necesitamos estar junto a la corriente viva del Espíritu. Allí donde el alma se fortalece. Allí donde el corazón encuentra descanso. Allí donde, incluso en medio de la sequía, seguimos dando fruto.
Que tu confianza esté en el Señor. Que tu vida esté plantada junto a las aguas vivas. Y que, como ese árbol del que habla Jeremías, tu hoja esté siempre verde… y tu fruto nunca falte.
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