En un mundo donde la inmediatez gobierna nuestras decisiones, donde la espera se percibe como pérdida y la fe muchas veces se confunde con optimismo, el testimonio de Abraham resplandece como un faro de convicción inquebrantable. Su historia no es solo un relato antiguo, sino una invitación viva a experimentar una fe que no se tambalea, una confianza que se fortalece en medio de la incertidumbre, y una certeza que glorifica a Dios incluso antes de ver el milagro.
El apóstol Pablo, escribiendo a los creyentes en Roma, nos deja una joya espiritual en Romanos 4:20-21:
“Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido.”
Este pasaje no solo describe la fe de Abraham, sino que revela el proceso por el cual esa fe se consolidó. No fue una fe instantánea ni libre de tropiezos. Fue una fe que se formó en el crisol del tiempo, en la tensión entre la promesa y su cumplimiento. Abraham no dudó porque conocía a Dios. Su convicción no se basaba en lo que veía, sino en quien le había hablado.
La vida de Abraham fue una travesía marcada por obediencia, renuncia y perseverancia. Desde que Dios lo llamó a salir de Ur de los caldeos, Abraham dejó atrás su tierra, su cultura, su seguridad y emprendió un camino hacia lo desconocido. Pasó por Harán, por Egipto, por Canaán, por la tierra de los filisteos… y en cada etapa enfrentó desafíos que podrían haber debilitado su fe.
Pero en lugar de rendirse, Abraham se aferró a la promesa. Aunque tuvo momentos de duda, decisiones equivocadas y silencios prolongados de parte de Dios, su corazón se mantuvo firme. Cada experiencia con el Altísimo —cada provisión, cada protección, cada palabra recibida— fue una piedra más en el altar de su fe.
Cuando finalmente recibió a Isaac, el hijo prometido, Abraham ya no solo creía… estaba plenamente convencido.
La palabra griega que Pablo utiliza en este pasaje es plerophoréo, que significa “completamente seguro, ciertísimo; sin espacio para la duda”. Esta palabra no describe una emoción pasajera ni una esperanza frágil. Habla de una certeza absoluta, nacida de una relación profunda con Dios.
La fe de Abraham no era superficial. Era una fe que había pasado por el fuego, que había sido probada y afirmada por la presencia constante de Dios. No se trataba solo de creer en una promesa, sino de conocer al Dios que promete. Y ese conocimiento íntimo fue lo que le dio la fuerza para esperar, incluso cuando todo parecía imposible.
Uno de los aspectos más desafiantes de la fe es la espera. En nuestra cultura acelerada, esperar se percibe como ineficiencia. Pero en el Reino de Dios, la espera es parte del proceso. Abraham esperó décadas por el cumplimiento de la promesa. Y en ese tiempo, su fe no se debilitó, sino que se fortaleció.
La espera no es pérdida. Es preparación. Es el terreno donde la fe madura, donde el carácter se forma, donde la confianza se profundiza. Dios no se apresura, pero tampoco se retrasa. Su tiempo es perfecto, y su fidelidad es incuestionable.
Hoy, tú también puedes estar “plenamente convencido”. Convencido de que Dios no miente. Convencido de que Él cumple lo que promete. Convencido de que el tiempo de espera no es un castigo, sino una oportunidad para crecer en fe.
Tal vez estás esperando por sanidad, por restauración familiar, por dirección, por provisión, por una respuesta que parece tardar. No estás solo. Dios sigue siendo el mismo. Y si te ocupas de conocerlo más —a través de su Palabra, la oración, la comunión con otros creyentes— tu fe se fortalecerá.
Porque la fe no es solo esperar. Es esperar con certeza. Con la certeza de que Dios es fiel. Y que cuando Él habla, su palabra no vuelve vacía.
La fe de Abraham glorificó a Dios antes de ver el milagro. Esa es la fe que transforma. La fe que no depende de resultados, sino de relación. La fe que no se basa en lo que se siente, sino en lo que se sabe. Una fe que honra a Dios en la espera, en la lucha, en el silencio.
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