Quienes han vivido en regiones frías como New England conocen bien el arte de caminar sobre hielo. Botas antideslizantes, pasos lentos y calculados, manos aferradas a barandillas, paredes, o incluso a otras personas. Y aun así, basta un segundo de distracción para terminar en el suelo. La caída es rápida, inesperada, a veces dolorosa… y casi siempre humillante.
Pero hay otro tipo de resbalón que no se ve, pero se siente. Uno que no deja marcas en la piel, sino en el alma. Uno que no se cura con reposo, sino con gracia.
El Salmo 94:18 dice: “Cuando yo decía: Mi pie resbala, tu misericordia, oh Jehová, me sustentaba.”
Este versículo no habla de una posibilidad lejana. Habla de una experiencia vivida. El salmista no dice “si algún día resbalo…” Dice: “cuando yo decía”. Es decir, lo reconoció. Lo confesó. Lo sintió.
La palabra hebrea para “resbalar” es mot, que significa deslizarse, sacudirse, caer, temblar. No solo describe un movimiento físico, sino un estado emocional y espiritual. Es el temblor del alma cuando la fe se debilita. Es el desliz silencioso de la esperanza cuando las circunstancias nos abruman.
En nuestra vida espiritual, todos deseamos caminar firmes. Queremos avanzar con seguridad, con convicción, con paz. Pero la realidad es que el camino está lleno de obstáculos invisibles. Las dudas se infiltran como el frío por una rendija. La impaciencia nos traiciona. La autosuficiencia nos hace tropezar. Y entonces… resbalamos.
No en el hielo, sino en la fe. No en el cuerpo, sino en el corazón. Y lo más difícil no es caer. Es sentir que estamos solos en la caída. Que nadie nos vio. Que nadie nos sostiene. Que Dios está lejos.
Pero no lo está.
¿Recuerdas cuando eras niño y tropezabas? Si ibas de la mano de alguien, no caías. Tal vez te tambaleabas, pero no llegabas al suelo. Pero si corrías solo… la herida era segura.
Así también es con Dios. No es lo mismo resbalar solos, que resbalar tomados de Su mano.
Isaías 41:10 lo confirma: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia.”
La palabra hebrea para “sustentar” es saád: Sostener. Respaldar. Confirmar. Confortar. Es una promesa de apoyo constante, incluso cuando fallamos. Dios no solo evita que caigamos. Nos levanta cuando lo hacemos. Nos afirma cuando temblamos. Nos consuela cuando lloramos.
Si pensabas que nunca ibas a resbalar… pero pasó, Dios lo sabe. Y no te dará la espalda. No te dirá “te lo advertí”. No te señalará con juicio. Te extenderá su mano. Sin reproches. Sin condena. Con misericordia renovada.
Porque Su misericordia no depende de tu firmeza. Depende de Su fidelidad.
Tal vez sea momento de revisar a qué está aferrada tu mano. ¿A posesiones? ¿A promesas humanas? ¿A personas? ¿O a Dios?
Porque si estás tomado de Su mano, quizás resbales… pero nunca quedarás caído.
Como dice el Salmo 37:24: “Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque Jehová sostiene su mano.”
Gracias, Señor, por sostenernos. Por no soltarnos cuando tropezamos. Por levantarnos cuando caemos. Por caminar con nosotros, incluso cuando el suelo se vuelve incierto. Porque cuando nuestro pie resbala… Tu misericordia nos sustenta.
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