En la intimidad de la última cena, Jesús y sus discípulos se reunieron para celebrar la Pascua. Era una noche solemne, cargada de memoria y significado. Pero algo faltaba: nadie se levantó para lavar los pies de los demás, como era costumbre.
Los discípulos permanecieron inmóviles.
Simón el celote, con su fervor revolucionario, no se movió.
Tomás dudaba si era su lugar hacerlo.
Judas, calculador, pensaba en ahorrar agua.
Juan, el más cercano, prefería el pecho de Jesús antes que sus pies.
Pedro… quizás pensaba que él no era sirviente de nadie.
Mientras todos esperaban que otro tomara la iniciativa, Jesús se levantó. Tomó el lebrillo, se ciñó la toalla… y comenzó a lavar los pies de cada uno. Sin excepción. Sin palabras. Solo acción.
Este acto, aparentemente sencillo, era profundamente revolucionario. El Maestro, el Mesías, el Hijo de Dios, se inclinaba como el más humilde de los siervos. No era una parábola. No era una metáfora. Era una enseñanza encarnada.
Al terminar, Jesús les dijo:
“Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros.” (Juan 13:13-14)
Jesús invierte el orden habitual. No dice “Maestro y Señor”, sino “Señor y Maestro”. Como si dijera:
“Ustedes aman mis enseñanzas, pero olvidan que antes de entender… deben obedecer. Primero soy su Señor, y luego su Maestro.”
Este cambio no es casual. Es una invitación a revisar nuestra relación con Él. Muchos buscan a Jesús como Maestro: fuente de sabiduría, guía espiritual, modelo ético. Pero pocos lo aceptan como Señor: autoridad suprema, dueño de sus vidas, aquel que merece obediencia sin condiciones.
Ser discípulo no es solo aprender. Es someterse. Es rendirse. Es decir: “Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí.”
La enseñanza de aquella noche sigue viva hoy.
No basta con escuchar la Palabra. Hay que vivirla.
No basta con admirar a Jesús. Hay que seguirlo.
No basta con llamarlo Maestro. Hay que reconocerlo como Señor.
Si Él, el Señor del universo, lavó pies… ¿cómo no vamos nosotros a servir con amor?
Este gesto nos confronta. Nos llama a una fe encarnada, concreta, activa. Nos recuerda que el camino del Reino no es el de los privilegios, sino el de la entrega. Que el liderazgo en el Reino se mide por la capacidad de arrodillarse, no por el deseo de ser exaltado.
Hoy te pregunto: ¿Es Jesús tu Señor? ¿Le obedeces sin condiciones, sin excusas, sin esperar explicaciones?
Porque cuando le rendimos todo nuestro ser, nuestra voluntad se somete a la suya. Y aun en las pruebas, en las dudas, en los silencios… podemos decir con confianza y fe: “Hágase tu voluntad, y no la mía.”
Ese es el corazón del discipulado. No solo aprender de Jesús, sino vivir como Él vivió. No solo llamarlo Maestro, sino reconocerlo como Señor.
Que esta reflexión sea una pausa para el alma. Un susurro de fe que nos invita a arrodillarnos, a servir, a amar. Porque en cada acto de humildad, en cada gesto de obediencia, en cada servicio silencioso… estamos lavando pies. Y allí, en lo pequeño, en lo oculto, en lo sencillo… se revela el Reino de Dios.
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