"Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús." — 2 Timoteo 3:14-15
En un mundo que se mueve a velocidades vertiginosas, donde las tendencias cambian cada semana y las emociones fluctúan como las olas del mar, la constancia se ha vuelto una virtud escasa. Vivimos en una cultura que premia lo inmediato, lo novedoso, lo que brilla por un instante. Sin embargo, la vida espiritual no se edifica sobre lo efímero, sino sobre lo eterno. Y en ese contexto, la exhortación del apóstol Pablo a su discípulo Timoteo resuena con fuerza: “Persiste”.
Este llamado no es una sugerencia ligera. Es una instrucción firme, casi urgente. Pablo, sabiendo que su tiempo en la tierra se acortaba, le entrega a Timoteo una de las claves más poderosas para la vida cristiana: la perseverancia. Persistir no es simplemente resistir. Es permanecer. Es seguir adelante cuando las emociones ya no empujan, cuando el entusiasmo inicial se ha desvanecido, cuando la rutina amenaza con apagar la llama.
La palabra que Pablo utiliza en el texto original griego es méno, que significa “quedarse”, “morar”, “permanecer”, “proseguir”. No se trata de una acción pasiva, sino de una decisión activa de habitar en la verdad, de no moverse del lugar donde Dios nos ha plantado. Persistir es seguir leyendo la Palabra cuando no sentimos nada. Es orar cuando no hay respuestas inmediatas. Es congregarse cuando el ánimo flaquea. Es confiar cuando todo alrededor parece incierto.
La fe no se mide por los momentos de euforia espiritual, sino por la fidelidad en lo cotidiano. Por eso, Pablo no le dice a Timoteo “siente más”, sino “persiste en lo que has aprendido”. Porque la fe no se trata solo de emociones, sino de convicciones.
Pablo añade una frase clave: “sabiendo de quién has aprendido”. Timoteo había sido instruido por su madre, su abuela y por el mismo apóstol. Había visto vidas que reflejaban lo que enseñaban. Y eso le daba peso a su aprendizaje.
Aquí surge una pregunta profunda: ¿de quién has aprendido tú a persistir? Tal vez fue un pastor que nunca dejó de predicar con pasión. O una abuela que oraba cada mañana sin falta. O un amigo que, a pesar de las pruebas, nunca soltó la mano de Dios. A veces, los mejores maestros no están en los púlpitos, sino en los bancos de la iglesia, en los hogares humildes, en los testimonios silenciosos.
Recuerdo a un profesor del seminario que solía repetir una frase con humor y sabiduría: “¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!”. Y él nunca se durmió. Hasta sus últimos días, enseñó, discipuló, buscó a Dios con pasión. Fue uno de esos ejemplos vivos de lo que significa persistir. Su vida me enseñó que la fidelidad no necesita reflectores, solo necesita decisión.
Pablo también le recuerda a Timoteo que las Escrituras “pueden hacerte sabio para la salvación”. En tiempos donde la información abunda pero la sabiduría escasea, esta afirmación es más relevante que nunca. La sabiduría que proviene de Dios no es solo conocimiento, es transformación. No es acumular versículos, sino vivirlos. No es saber más, sino obedecer mejor.
Santiago 1:25 lo expresa con claridad: "Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace."
La bendición no está en oír, sino en hacer. En aplicar. En vivir. Y eso solo es posible si persistimos.
Persistir es una palabra sencilla, pero poderosa. Es la clave para una vida espiritual profunda, estable y fructífera. No se trata de perfección, sino de permanencia. De volver a levantarse. De seguir buscando. De no soltar la Palabra. De no dejar de orar. De no abandonar la comunión.
Hoy, más que nunca, necesitamos creyentes que persistan. Que no se dejen llevar por la corriente. Que no vivan de emociones pasajeras, sino de convicciones firmes. Que hagan de la fe su hogar, no su refugio temporal.
Así que, si estás cansado, si sientes que tu fe se ha enfriado, si has perdido el ritmo… no te rindas. Vuelve. Retoma. Persiste. Porque Dios no se ha movido. Él sigue ahí, esperando que permanezcas en Él, como Él permanece en ti.
Y recuerda: el que persiste, florece. Aunque tarde. Aunque duela. Aunque cueste. Porque en la fidelidad diaria, Dios revela su gloria.
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