En medio del ajetreo diario, mirar a Dios no es solo un gesto espiritual… es un acto de fe transformador. Cuando decidimos levantar la mirada hacia lo alto, abrimos nuestro corazón a una paz que no depende de las circunstancias externas, sino de la presencia constante de quien reina sobre todo.
El Salmo 34:5 nos ofrece una promesa poderosa: “Los que miraron a él fueron alumbrados, y sus rostros no fueron avergonzados.” Estas palabras fueron escritas por David en un momento difícil, tras una huida humillante. No fue una victoria gloriosa, pero sí una experiencia que reveló la fidelidad de Dios. En su fragilidad, David levantó la mirada, y Dios respondió.
Mirar a Dios es reconocer nuestros límites y confiar en su poder infinito. El autor de Hebreos nos recuerda: “Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe…” No es suficiente con mirar una vez y luego volver a distraernos; se trata de mantener la mirada firme, incluso cuando los vientos soplan fuerte. Jesús no solo inicia nuestra fe, Él la sostiene, la perfecciona y la lleva a su cumplimiento.
Dejar de depender de promesas humanas que se rompen con facilidad.
Soltar el control ilusorio que creemos tener sobre lo que ocurre.
Confiar más allá de lo que vemos, recordando quién es Dios:
Fiel
Justo
Amoroso
Poderoso
Cercano
Cuando miramos a Dios, algo cambia. La preocupación se transforma en paz, la desesperanza en luz, y la carga se vuelve liviana. El alma, finalmente, respira.
Hoy, mientras comienzas el día, te invito a hacer una pausa. No fijes tu atención en el ruido ni en las promesas vacías de este mundo. Dirige tus ojos al trono de gracia, donde reina Aquel que nunca falla.
Si decides mirar a Dios, tu rostro será alumbrado. La esperanza tomará forma… y tu corazón encontrará descanso.
“Los que miraron a él fueron alumbrados, y sus rostros no fueron avergonzados.” – Salmo 34:5
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