En un mundo saturado de ruido, opiniones y verdades relativas, hay una voz que permanece firme, eterna y transformadora: la voz de Dios. Y aunque muchos la han ignorado o desplazado, aún hay quienes tiemblan ante su Palabra. Esta expresión, tomada del libro del profeta Isaías, encierra una verdad profunda y urgente para nuestros días.
Estas palabras no solo revelan el corazón de Dios, sino también el tipo de persona en quien Él se deleita. No son los poderosos, los influyentes o los sabios según el mundo quienes captan Su atención, sino aquellos que se acercan con humildad, con un espíritu quebrantado y con reverencia ante Su voz.
Temblar ante la Palabra de Dios no implica miedo paralizante, sino una profunda reverencia. La palabra hebrea jared sugiere un estremecimiento interior, una sacudida del alma ante la majestad de lo que se escucha. Es la reacción de un corazón que reconoce que no está oyendo palabras humanas, sino la voz del Creador del universo.
Es el mismo estremecimiento que sintió Isaías cuando vio al Señor en su trono alto y sublime, y exclamó: “¡Ay de mí, que soy hombre muerto!” (Isaías 6:5). Es el temblor de Moisés ante la zarza ardiente, el de los discípulos en el monte de la transfiguración, el de Juan en Patmos cuando cayó como muerto ante el Cristo glorificado.
Vivimos en una época donde la Palabra de Dios ha sido relegada al estante de los libros antiguos. Las corrientes liberales, el pensamiento secular y el materialismo han intentado despojarla de su autoridad. Para muchos, la Biblia es solo un texto histórico o una colección de mitos. Pero esta percepción nace de corazones que no han experimentado al Dios vivo.
En contraste, la Iglesia fiel —aunque muchas veces silenciosa y perseguida— sigue temblando ante la Palabra. La escucha con atención, la estudia con hambre, la obedece con pasión. Porque sabe que en ella hay vida, dirección, consuelo y poder.
La Escritura no es letra muerta. Hebreos 4:12 declara que es “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos.” Tiene la capacidad de penetrar hasta lo más profundo del ser humano, discerniendo intenciones, revelando pecados, sanando heridas y renovando la mente.
Quienes tiemblan ante la Palabra son los que interceden por los perdidos, los que sirven al necesitado, los que proclaman a Cristo en medio de la oscuridad. Son los que sostienen la fe en tiempos de pandemia, de crisis política, de confusión moral. Son los que no negocian la verdad, aunque cueste, aunque duela, aunque implique nadar contra la corriente.
Hoy más que nunca, el mundo necesita hombres y mujeres que tiemblen ante la Palabra de Dios. Que no la traten como un libro más, sino como la voz viva del Señor. Que cada vez que la escuchen, su corazón se sacuda con reverencia y obediencia.
Temblar ante la Palabra es reconocer que Dios habla, y que cuando Él habla, no podemos permanecer indiferentes. Es vivir con los oídos atentos y el corazón dispuesto. Es dejar que Su voz nos transforme, nos corrija, nos envíe.
Ser de los que tiemblan ante la Palabra es un llamado a la humildad, a la sensibilidad espiritual, a la obediencia radical. Es pertenecer a ese remanente que no se doblega ante el mundo, sino que se postra ante Dios. Es vivir para Su gloria, sosteniendo la esperanza, proclamando que en Cristo hay salvación y vida eterna.
Que tú y yo seamos parte de ese pueblo. Que temblemos ante Su Palabra… y que vivamos por ella.
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