Vivimos en una época marcada por la incertidumbre. Las promesas humanas se rompen con facilidad, los compromisos se diluyen ante la presión, y las palabras pierden peso en medio del ruido. En este contexto, hay una verdad que brilla con fuerza renovada: la fidelidad de Dios.
Más que una idea teológica, la fidelidad divina es una realidad que sostiene el alma. Es el ancla que nos mantiene firmes cuando todo lo demás parece tambalearse. Es el susurro constante que nos recuerda: “No estás solo. No has sido olvidado. No has sido rechazado.”
La Escritura lo declara con firmeza:
“Palabra fiel es esta… si fuéremos infieles, Él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo.” (2 Timoteo 2:11a,13)
La palabra “fiel” en el griego original es pistós, que se traduce como “digno de confianza, fiable, constante”. En el mundo antiguo, se usaba para describir a personas que cumplían con sus deberes, que no fallaban en sus encargos, que eran garantía de estabilidad. Cuando alguien pistós estaba a cargo, la comunidad podía respirar tranquila.
Aplicado a Dios, este término adquiere una profundidad infinita. Dios no solo cumple sus promesas: Él es la promesa cumplida. Su fidelidad no depende de nuestras emociones, ni de nuestras obras, ni de nuestra constancia. Él permanece fiel porque es fiel por naturaleza.
Uno de los aspectos más asombrosos de la fidelidad de Dios es que no está condicionada a nuestra obediencia. A diferencia de las relaciones humanas, donde la lealtad suele depender del comportamiento del otro, Dios permanece fiel incluso cuando nosotros fallamos.
Romanos 5 nos recuerda esta verdad con una fuerza conmovedora:
“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.” (Romanos 5:8,10)
Dios no esperó a que fuéramos dignos. No esperó a que lo buscáramos. Nos amó en nuestra condición más vulnerable, más rota, más distante. Su fidelidad no nace de nuestra bondad, sino de su gracia.
Es fácil pensar que Dios se aleja cuando tropezamos. Que su amor se enfría cuando dudamos. Que su presencia se retira cuando fallamos. Pero eso es una mentira que contradice el corazón del Evangelio.
La fidelidad de Dios no tiene fecha de caducidad. No se desgasta con el tiempo. No se rompe con nuestras caídas. Como dice Deuteronomio:
“Jehová tu Dios es Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia hasta mil generaciones con los que le aman y guardan sus mandamientos.” (Deuteronomio 7:9)
Mil generaciones. Es una forma poética de decir: para siempre. Dios no cambia. No se contradice. No se retracta. Él es roca firme en un mundo de arenas movedizas.
En momentos de duda, la memoria espiritual es un acto de fe. Recordar lo que Dios ha hecho en el pasado nos da esperanza para el presente y confianza para el futuro.
Piensa en las veces que el Señor te sostuvo cuando no lo esperabas. Cuando no lo merecías. Cuando todo parecía perdido. Él estuvo allí. No por obligación, sino por amor. No por mérito, sino por gracia.
Hebreos 13:8 lo resume con una frase que ha dado consuelo a millones:
“Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos.” (Hebreos 13:8)
Tal vez hoy te sientes lejos de Dios. Tal vez has tropezado, has dudado, has caído. Tal vez crees que has fallado demasiado. Pero escucha esta verdad: Dios permanece fiel.
Su amor no se agota. Su gracia no se retira. Su presencia no se ausenta.
Él sigue siendo el Dios que busca al hijo pródigo, que restaura al quebrantado, que levanta al caído. Su fidelidad no es una recompensa: es un regalo.
Señor, gracias por tu fidelidad. Gracias porque no cambias, no te alejas, no te cansas de mí. Ayúdame a recordar tus promesas, a confiar en tu carácter, y a descansar en tu amor incondicional. Aunque yo falle, tú permaneces fiel. Hoy me aferro a esa verdad. Amén.
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