“Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días.” — Hebreos 11:30
Todos enfrentamos muros. Algunos son visibles: una enfermedad, una deuda, una relación rota. Otros son internos: miedo, inseguridad, agotamiento espiritual. Son esas barreras que se interponen entre nosotros y la promesa que Dios nos ha hecho. Y cuando esos muros no ceden, cuando parecen inamovibles, es fácil perder la esperanza.
Pero la Biblia nos recuerda una verdad poderosa: los muros caen por la fe. No por la fuerza, no por la lógica, no por la estrategia humana. Por la fe.
La ciudad de Jericó era una fortaleza inexpugnable. Sus muros eran tan altos que no podían escalarse, tan anchos que no podían atravesarse, tan sólidos que ningún ejército podía derribarlos. Y sin embargo, Dios le dio a Josué una instrucción que parecía absurda: rodear la ciudad durante siete días. Una vuelta por día durante seis días. Y el séptimo día, siete vueltas. Luego, gritar.
No había armas. No había catapultas. Solo obediencia.
Imagina la escena: Josué al frente, los sacerdotes cargando el arca, los soldados en silencio, y detrás, el pueblo entero caminando. Día tras día. Sin ver una sola grieta. Sin escuchar un solo crujido. Solo fe.
¿Te imaginas a Josué preguntando: “¿Esta es la última vuelta, verdad?” Después de tantas vueltas, los pies dolían, el sol quemaba, y el muro seguía intacto. Pero ellos no se detuvieron. Porque cuando Dios da una instrucción, la obediencia no depende de los resultados visibles, sino de la confianza en quien la dio.
Muchos de nosotros abandonamos en la sexta vuelta. Oramos, ayunamos, servimos… pero como no vemos cambios, nos rendimos. Sin saber que la siguiente vuelta era la que haría temblar la tierra.
Cuando el pueblo completó las vueltas, Josué dio la orden: “¡Griten!” Y en ese momento, la obediencia se convirtió en adoración. La fe se expresó con fuerza. Y entonces, el milagro ocurrió: los muros cayeron.
No por la fuerza del grito, sino por el poder de Dios que responde a la fe obediente.
Jericó fue conquistada. Rahab y su familia fueron salvados. Y el pueblo de Israel avanzó hacia la tierra prometida. Todo comenzó con una instrucción sencilla y una fe persistente.
Hoy te pregunto: ¿Qué muro se levanta frente a ti? ¿Es una situación que no cambia? ¿Una promesa que parece lejana? ¿Un enemigo que te intimida?
Dios no te pide que lo derribes con tus fuerzas. Te pide que creas. Que camines. Que obedezcas. Aunque no veas resultados inmediatos. Aunque el muro no se mueva en la primera vuelta.
La fe verdadera actúa como si Dios ya hubiera hecho lo que prometió. Camina alrededor de tu desafío con oración, con obediencia, con esperanza. Y cuando llegue el momento, grita con todo tu corazón. Porque el Todopoderoso intervendrá.
Si Dios dijo que el muro caerá, el muro caerá.
No estás solo en tu lucha. Dios ve tus vueltas silenciosas. Escucha tus oraciones. Cuenta tus pasos. Y en el momento perfecto, hará temblar la tierra a tu favor.
Así que no te detengas. No te rindas. No te calles. Sigue caminando. Sigue creyendo. Porque el muro caerá.
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