Por la mañana o al caer la tarde, cuando el mundo empieza a silenciarse y el alma busca refugio, hay un llamado que resuena desde lo profundo de las Escrituras: “En Dios solamente está acallada mi alma; de él viene mi salvación” (Salmo 62:1-2).
Esta declaración de David no es una frase poética para embellecer un momento devocional. Es el testimonio de un alma que ha aprendido a callar el ruido externo y el conflicto interno para encontrar fortaleza en Dios.
La expresión hebrea dumiyá evoca una quietud confiada. No se trata únicamente de guardar silencio físico, sino de una rendición interior, de apagar las voces de preocupación, ansiedad y urgencia que nos rodean. Es un estado espiritual donde solo una voz permanece: la del Señor.
David, en sus salmos, no escondía sus emociones. Lloraba, dudaba, se frustraba… pero sobre todo, confiaba. Sabía que en medio de la batalla—tanto externa como interna—era posible encontrar reposo. Y ese reposo no dependía de las circunstancias, sino de la roca inamovible que es Dios.
David también confesó: “No resbalaré mucho”. La palabra mot, en hebreo, sugiere tambalearse, oscilar. Él reconocía que podía fallar, pero también sabía que no caería por completo, porque había una base firme que lo sostenía.
Ese reconocimiento humilde se transforma, pocos versos después, en convicción firme: “Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré.” La fe que empezó con titubeo se afirma con certeza. Es una invitación a todos nosotros a seguir ese camino: del temor a la confianza.
Vivimos en una época de ruido constante. Pantallas encendidas, corazones acelerados, decisiones que no dan tregua. Pero Dios sigue susurrando.
Como dijo un autor anónimo: “Dios puede lograr mucho más a través de un espíritu rendido, que nosotros en veinticuatro horas de actividad frenética.”
Isaías 30:15 lo reafirma: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza.”
Acallar nuestra alma no es una meta abstracta. Es una práctica diaria. Es parar unos minutos, cerrar los ojos, respirar profundo y dejar que las respuestas vengan no desde nuestras fuerzas, sino desde el corazón de Dios.
Hoy, haz la pausa. No para hablar, sino para escuchar. No para correr, sino para estar quieto. Porque cuando acallamos nuestra alma, descubrimos que muchas de las respuestas que buscamos ya están esperando… en su presencia.
MIRA NUESTRA ACTIVIDAD EN LAS REDES SOCIALES