Un niño robó una moneda del platillo de la ofrenda del templo cuando nadie lo miraba, porque quería comprar dulces. Poco después comenzó a remorderle la conciencia y no pudo disfrutar del dulce que había comprado; así que por dos domingos puso la cantidad robada en la ofrenda pero todavía no se sentía tranquilo. Finalmente no pudo soportar más y entró a la oficina del pastor para confesarle lo que había hecho. Ante su confesión el pastor le dijo: “Dios solamente desea que te arrepientas sinceramente y restituyas lo robado. Ya has hecho las dos cosas”. Después de orar con él, el niño salió de la oficina del pastor sintiéndose aliviado de una gran carga y mucho más sabio. En muchas oportunidades hemos cometido faltas contra nuestros hermanos y contra Dios, nos hemos arrepentido y hemos pedido perdón pero posiblemente no hemos restituido el mal hecho; o quizás, ha sucedido lo contrario, hemos enmendado el mal causado de forma anónima pero no hemos sido capaces de admitir nuestra culpabilidad. El verdadero arrepentimiento nos lleva a actuar y eso requiere que seamos lo suficientemente humildes como para admitir nuestros errores, arrepentirnos y restaurar las vidas dañadas. Cuando Zaqueo tuvo el encuentro con Jesús (Lucas 19: 1- 9) no sólo dio la mitad de su fortuna a los pobres, sino que devolvió cuatro veces más a los que había estafado. Ese es el ejemplo que debemos seguir para poder vivir en paz y disfrutar de las bendiciones que Dios ha preparado para cada uno de nosotros. Si tu pecado no fue contra tu prójimo sino que le fallaste a Dios, no dudes un minuto más y vuelve a sus brazos, Él nunca rechaza un corazón contrito y humillado. “El Señor está cerca de los que tienen quebrantado el corazón; él rescata a los de espíritu destrozado”. Salmos 34:18 (NTV)
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